Tu cuerpo, mi ciudad. Por Velvet Romero García

La observaba desnuda entre las sábanas mientras dormía, su figura, apenas iluminada por las luces del farol narraba el encuentro fugaz de aquella tarde, su cuerpo y la ciudad se parecían –pensó-, se podían contar historias desde sus rincones, desde sus valles, muros y surcos; desde los recovecos oscuros que no pueden ser explorados sino bajo la mirada curiosa de los amantes en turno.

Esa noche mientras esperaban un café en el puesto de la esquina, por fin pudo acercarse a ella, explorar a su antojo su contorno, adivinar su silueta bajo el grueso impermeable que la cubría de la lluvia. La había imaginado diferente, como una pequeña luciérnaga perdida entre las luces de la ciudad, pero ahora podía, a simple vista, deleitarse con sus formas. Sintió su mirada inquisidora y ella volteó, divertida y juguetona le guiñó un ojo y supo lo que vendría después. Esperaron el café con menta que les había prometido el vendedor y se fueron caminando sin prisas por la oscuridad.

Su cuerpo parecía como el de todas las demás: las mismas formas, las mismas latitudes, el mismo orden invisible que circunda todos los cuerpos haciéndolos parecer indistinguibles, no fue sino hasta que lo sintió junto al suyo, que descubrió su complejidad. Poco a poco fue caminando entre sus muros, aproximándose a sus aromas, reconociendo sus sonidos, haciendo familiar sus movimientos y sintiendo sus heridas: dos surcos profundos en la espalda, recuerdos del cinto de su padrastro –como sabría más adelante-. Su cuerpo desnudo contaba la historia de su vida: una infancia triste, la huida temprana de su casa, la tempestad amorosa y el trabajo arduo.

Los primeros roces con su cuerpo le demostraron que el tiempo no estaba suspendido como lo había pensado cuando se sorprendió frente a la puerta del hotel, tenía miedo de perderse en la inmensidad de su abrazo y navegar entre la tibieza de sus rincones, pero ella con total seguridad, le ayudó explorar su laberinto, reconocer cada espacio, familiarizarse con sus contornos, con sus susurros, con las señales que su cuerpo le daba para continuar. La había pensado diferente, desde lejos parecía imponente, altiva e inextricable; pero ahora que dormía, la admiró pequeña, tranquila y hasta feliz.

Eran casi las seis, la tenue luz del alba hacía desaparecer poco a poco las sombras nocturnas. Había estado observándola toda la noche, temía que durmiendo desapareciera de la misma forma en que había entrado a su vida: intempestivamente. La miró despertarse, con una gran sonrisa de complicidad, -soy Sofía-, le dijo divertida y tú, te llamas Martha, lo sé por tu nombre bordado en tu uniforme, fue todo un placer.

 

 

Imagen: giuntial.it

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