Recuerdo muy bien aquel día. Estábamos en la mesa comiendo y hablando de cualquier cosa cuando mi mamá, en medio de todo el bullicio, exclamó mientras volteaba a ver a mi padre: “¡Me acabo de dar cuenta de que todos estos años has abusado de mí!, yo crié a mis hijos, yo me ocupé de las tareas de la casa, yo me levantaba muy temprano a hacer el desayuno mientras tú todavía dormías, yo hacía las tareas con ellos, yo me levantaba por las noches cuando estaban enfermos y además trabajaba y preparaba mis clases hasta muy entrada la noche. Mientras tú no hiciste nada más que trabajar”.
Se produjo un corto pero incómodo silencio que se rompió cuando alguien pidió que le pasaran el pan. Mi papá no supo qué contestar y siguió comiendo, y yo miraba a mi mamá profundamente orgullosa. Ella nunca se sintió ni se reivindicó feminista y se enojó conmigo alguna vez por serlo, hasta me dijo un día muy enojada que me iba a quedar sola porque nadie me iba a querer así. Qué bueno que se equivocó.
Al principio la historia entre nosotras fue muy rara. Durante una época no quería que me quejara de nada, pero yo la veía a ella en las juntas de la secundaria donde trabajaba, siempre levantando la voz y haciendo enojar al director, “quejándose de todo”. Aprendí con su ejemplo la bondad y la generosidad que impregnaban cada una de las acciones que realizaba. Abrazaba a sus estudiantes, les compraba una torta cuando tenían hambre y no podían comprarse una, la vi pacientemente explicar muchas veces los conceptos cuando no comprendían, jugaba en el patio a la pelota y se indignaba cada vez que sabía que alguna de sus estudiantes iba a abandonar la escuela porque sus familia ya no consideraba necesario que asistiera: “al fin se iba a casar”.
Mi mamá y yo cambiamos con el tiempo y nuestra relación también. Creo que crecimos juntas. Yo le hice notar que mi papá no levantaba un plato y ella empezó a pedirle que hiciera más labores en la casa. Ella cruzó el continente solo para abrazarme cuando un mal amor me hizo sufrir tanto que sólo podía llorar. Yo la animé a que saliera de su casa, platicara con amigas, se inscribiera a clases de baile cuando ya no sabía qué hacer con su tiempo después de jubilarse. Ella me leía todo lo que escribía y me animaba a seguir estudiando, siempre muy orgullosa de mí.
Cuando ella enfermó gravemente y cayó en cama por cuatro largos meses, me preguntó por qué estaba cuidándola: “es producto de lo que tú, a lo largo de todos esto años, sembraste en mí”, le respondí. Nuestra relación no estuvo libre de conflictos, eso está claro; pero las risas que compartimos, los cientos de cuentos que me narró haciendo voces de duendes, conejos o serpientes, los besos que me daba mientras yo me hacía dormida y la escucha cotidiana, forman ahora parte de mis recuerdos más atesorados y es, en definitiva, gran parte de lo que sostiene mi vida.
Su “no” feminismo, delineó mi feminismo. Su “no” feminismo me enseñó que la esencia de cuidar está en la reciprocidad y no en la obligatoriedad. Su ejemplo “no” feminista, me mostró que las mujeres somos autosuficientes, capaces e independientes. Su “no” feminismo me animó a estudiar, a viajar, a pasear con mis amigas, a gastarme mi dinero y a abandonar sin miramientos a cualquier tipo que me hicieran sufrir. Un día me confesó que no le preocupaba que viviera sola y tan lejos de ella porque sabía cómo defenderme del mundo. Lo que yo nunca le dije, es que todo eso lo había aprendido de ella.
Ahora que ya no está, extraño su “no” feminismo. Ese que se enorgullecía cuando regresaba de las marchas y le contaba a mis tías que me había ido “de marchadora” por alguna causa que ella secretamente también abrazaba. Sin duda, esa mamá “no” feminista que tuve sigue por aquí, sentada a lado mío, leyendo este textito en memoria suya.