Son las 5:00 pm y Relebone y Naledi, jóvenes escritoras sudafricanas, acaban de despedirse de mí y de regresar a sus hogares en Johanesburgo. Pese a que Joburg está a sólo 45 minutos de Pretoria, la ciudad en la que vivo, y pese a que sólo se hospedaron en mi casa un mes, ambas llevaban maletas gigantescas llenas de ropa, libros, y demás objetos necesarios en su proceso creativo (plantas, cuadros, fotografías).
Mi casa se siente ahora extrañamente vacía, silenciosa, con puertas abiertas en cuartos en los que ya no veo ni escucho a nadie trabajando en su computadora. Drama queen como soy, me siento en la sala y empiezo de inmediato a extrañar no sólo su compañía sino también el espacio que esto fue durante las últimas cuatro semanas: extraño las conversaciones, el intercambio de ideas, y la experiencia de haber vivido con ellas durante un mes, trabajando cada una en sus respectivos proyectos: ellas en una novela y en un ensayo creativo, yo en mi interminable tesis. Extraño a toda la gente que pasó por aquí en estos días: mentoras, editoras, amistades. Extraño que mi casa, durante el mes de Octubre, no haya sido mi casa sino Casa Lorde, una residencia en Sudáfrica para escritoras emergentes.
Casa Lorde: el experimento
No sé muy bien dónde ni cómo empezó todo. Supongo que con muchos puntos conectándose gracias a diversas motivaciones entre la que destacan el activismo feminista, el amor por la literatura, y la práctica política de apostar por crear espacios para las voces de mujeres.
He vivido en este país los últimos tres años de mi vida. A principios de este año conocí a Thabiso Mahlape, fundadora y editora de BlackBird Books, una pequeña editorial sudafricana comprometida con la publicación de autorxs negrxs. En esa plática inicial, rodeadas de otras feministas en un ambiente informal de conversación, Thabiso habló sobre lo difícil que es mantener a flote un proyecto como el suyo, que debe competir con grandes editoriales que la mayoría de las veces se guían más por las reglas del mercado que por un compromiso político con las voces del continente. Hablamos, también, de que si publicar es difícil para las personas negras, esto es aún más complicado para las mujeres negras, quienes enfrentan los problemas que ya todas sabemos o intuímos: falta de tiempo y de espacio para dedicarse a sus proyectos, falta de confianza en lo que escriben, falta de voces que las orienten en un mundo cada vez más cruel marcado por el “todos contra todos” como filosofía de vida.
Fue así, en ese ambiente de tragos y conversaciones, como quedó flotando la idea en el aire, y como la pregunta se metió en mi cabeza ¿cómo le hacemos para que las jóvenes negras accedan a estas oportunidades? ¿cómo le hago si me muero de ganas de escuchar lo que tienen que decir, porque en estos años lo más maravilloso para mí ha sido mi encuentro con la literatura de este continente, tan llena de magia, de dolor y de rebeldía?
Otra vez platicando sobre esto con varias amistades, surgió la idea de iniciar una residencia para escritoras de entre 20 y 40 años que no hubieran publicado aún. Generalmente una piensa que ese tipo de proyectos sólo puede realizarlos una fundación multimillonaria que tenga acceso a verdaderas residencias llenas de jardines y espacios propicios para la creativad, y no nosotras, un grupito de cuatro feministas entusiastas y novatas. Pero si algo he aprendido en mis años de militancia feminista es que, honestamente, somos muy arrojadas cuando se trata de reinventar posibilidades (¿tener una identidad que no se base en la maternidad? ¿practicar nuevas formas de relaciones sexoafectivas? ¿inventar todo un lenguaje para entender el mundo? ¡cómo nos vamos a amedrentar frente a una residencia de escritoras cuando hemos sido capaces de todo lo demás!).
Como yo era la más terca con la idea, y como vivo en una casa que tiene un cuarto de visitas casi permanentemente solo (cuando vives tan lejos de familia y amistades nunca pierdes la esperanza de que un día vengan a conocer tu otra vida), fui elegida como la coordinadora del proyecto. BlackBird Books no pudo aportar fondos monetarios pero Thabiso puso todo su capital cultural y simbólico en el proyecto, y desde su página lanzamos la convocatoria; además de que encontró a dos escritoras sudafricanas que se entusiasmaron con la idea y aceptaron ser mentoras de las residentes por un pago simbólico. Bianca Marais, también escritora, escuchó sobre Casa Lorde y nos hizo un pequeño donativo económico. Amistades nuestras donaron un poco de dinero, provisiones, un par de escritorios viejos pero en buen estado.
Y así fue como con dos cuartos amueblados con lo más estrictamente necesario, con un fondo de apenas 20mil pesos, y con mucha fe en la importancia de lo que estábamos haciendo, lanzamos la convocatoria en junio de este año. La respuesta fue abrumadora: recibimos más de 170 solicitudes de mujeres de varios países africanos que querían venir a la residencia. Las cartas de motivos lo decían todo: este tipo de programas no son frecuentes para escritoras que inician su carrera, las postulantes necesitaban un espacio lejos de la familia, lxs hijxs, las parejas y el trabajo para sentarse a trabajar en ese libro que tenían 2, 5 o 10 años planeando.
Fue muy difícil decidir, pero al final Naledi y Relebone fueron las ganadoras de la primera beca. Durante el mes que estuvieron en Casa Lorde recibieron mentoría, sesiones de feedback con escritoras y editoras, y entre todas creamos un espacio seguro emocionalmente para trabajar. Quizás en otro momento escriba sobre la experiencia tan poderosa de elegir confiar, ser vulnerable y crear comunidad, pero por ahora quiero terminar este texto reflexionando sobre el poder feminista a través del pequeño ejemplo de Casa Lorde.
El poder feminista
Como feministas, todas más o menos estamos de acuerdo en que gran parte de nuestra lucha es contra las relaciones de poder existentes, que se basan en principios de opresión y dominación del Otro. La pregunta se vuelve más complicada cuando, en vez de preguntarnos sobre lo que estamos en contra, nos preguntamos sobre lo que estamos a favor. ¿Cómo sería un poder feminista? ¿el empoderamiento al que aspiramos es a compartir los mismos sitios de poder que los varones, sin cuestionar la naturaleza de ese poder? ¿lo que queremos es tener acceso a ese poder de presidencias, ejércitos, o sillas en la mesa de decisión de exitosas empresas multinacionales? y, si no, ¿qué tipo de poder sí queremos?
Los ejemplos de poder feminista más potentes que he encontrado se tratan, sobre todo, de crear nuevas posibilidades, y eso en sí mismo significa una naturaleza distinta de eso que entendemos por poder. El poder de hacer que ciertas cosas pasen, el poder creativo de reinventar formas de ser y de estar en el mundo, nuevas formas de practicar nuestro activismo, de amar y de cuidar; nuevos usos para el cuarto de visitas, nuevas formas de compartir, de pensar juntas, y de abrirnos camino, no en este mundo con sus jerarquías y sus poderes opresores, sino de abrirnos otros caminos, hacia otros mundos, hacia otras historias. Un mundo en el que no tenemos que ser multimillonarias ni representantes de la Fundación Ford, por ejemplo, para empezar un programa en el que juntas cuidamos y alentamos las voces de las demás.
Ejemplos de esto hay muchos, porque el feminismo siempre se ha tratado de la imaginación y somos herederas de esa genealogía. Por ahora me llena de emoción pensar que, en una geografía y un contexto tan diferente, nos alcanzan los ecos de iniciativas mexicanas como LibrosB4Tipos, el reciente encuentro sobre Escritura y Cuidados, Casa Octavia, Kaja Negra, Enjambre Literario, Luchadoras, y tantos más que desconozco y que están comprometidos con crear espacios donde las historias de las mujeres sean relevantes. Es interesante, también, cómo todos estos proyectos plantean una idea muy potente sobre la comunidad como un espacio de resistencia en nuestro mundo actual.
Me llena de emoción pensar que somos parte de esta misma generación, marea, de estos mismos mundos que imaginamos y construimos porque, al final, lo que define la radicalidad de nuestra práctica feminista es nuestra concepción sobre el tipo de poder que queremos, que creamos y que ejercemos. Quizás una posible acepción del poder feminista sea inventar y vivir, en lo político y lo cotidiano, nuestras propias reglas, y que éstas sean más justas, juguetonas, placenteras, y existan en mundos más habitables.