Si busco en mi memoria los nombres de las ancestras que alimentaron mi feminismo, pienso en las experiencias que vivió Juana Navarro y que han llegado a mí gracias a las palabras de mi madre y de mi abuela. Juana Navarro Beltrán, abuela de mi madre, tuvo que criar sola a su hija en la ciudad de México en la década de los cincuentas. Le procuró casa, alimento y educación trabajando en la limpieza de casas en Tacubaya y cosiendo medias. Juana solía intercalar dichos y refranes en cada plática y esa sabiduría, transmitida desde la antigüedad, principalmente por las mujeres, permanece en mis palabras.
De mi abuela, María Elba Gasca Navarro, aprendí que las mujeres sobrevivimos a los dolores más profundos y somos capaces de acomodarlos para seguir. Al contarme su historia de vida, me enseñó que las mujeres podemos y debemos ser rebeldes, también me enseñó que después de una buena llorada, viene bien una buena carcajada. Me enseñó a consolar, a ser hospitalaria, me enseñó que «en la forma del pedir está el dar». Mi abuela me enseñó a tomar distancia cuando las relaciones no son recíprocas, me enseñó que las madres no deben vivir en casa de los hijos y también la importancia de respetar las decisiones de las otras aunque, a veces, no estemos de acuerdo. Elba me enseñó que mis deseos y sueños valen y que es necesario defenderlos.
De mi madre, Elba Carolina Hernández Gasca, aprendí a irme cuando ya no me siento bien en un lugar o relación, a quedarme donde soy escuchada, aprendí a caminar sola. Mi mamá me enseñó a mirar y valorar mi propia diferencia y a ser hospitalaria con la diferencia de las otras, me enseñó a hacerle caso a mi intuición y a escuchar las alertas internas que me advierten del peligro. De mi mamá aprendí a cuestionar todo, a preguntarme las razones de todo, a no pensar cuadrado. Todavía intenta enseñarme a priorizarme a mí misma. Juntas aprendimos a cuidarnos, a escucharnos.