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21 abril, 2020  |  By Adriana G. Mendez In ¡Que hablen las madres!

El mar de las tinieblas

Diapositiva1

“No apliques a la verdad sólo el ojo, sino todo eso
sin reservas que eres tú mismo.”
Paul Claudel

 

Cuando Cildo se gestaba dentro de mí, tenía la sensación de padecer una enfermedad mental. Años antes había comprendido que el cuerpo de un ser humano es un espacio cerrado, brutalmente, por una serie de mecanismos que permiten la vida y que esta condición de aislamiento y protección también propiciaba que cualquier cosa que se ingiriera o introdujera por alguno de los agujeros que comunican con su interior, aunque sea de modo parcial, escinde un equilibrio muy débil, una forma muy precisa de mantener o atrofiar los procesos de cada uno de los órganos. En mi experiencia, haber tomado una pastilla que casi me mata, volvió la sensación de tener un cuerpo “cerrado” en un motivo más para vivir mucha ansiedad y proveyó de materia a mis más oscuras pesadillas. Cualquier cosa nueva que introducía a mi cuerpo me generaba una palpitación tan fuerte que me desorientaba. El único sitio al que era capaz de llegar estaba custodiado por un pánico atávico; por uno en donde pelear por sobrevivir estaba más allá de mis fuerzas para enfrentarlo.

Unos años después, cuando me dijeron que estaba embarazada, más que nunca me fue dictado por la indiferencia que nada de lo que sintiera, por muy grave o trágico, por mucho que me esforzara en describirlo, iba a ser comprendido por alguien más que no fuera yo. Los casos con los que me compararon –pues había entrado a la furiosa competencia de la maternidad desde el momento en que comuniqué mi embarazo—me dejaban atónita. Oía tantas maravillas de las maternidades ajenas: los síntomas que no se manifestaban, la comida prodigiosa, nunca preocuparse por ganar peso, los beneficios de las hormonas; sobre todo, me sorprendía escuchar la falta de miedo que vivía cada una de las mujeres de quienes me hablaban. A mí me aterrorizaba esa sensación de tener que expulsar a alguien que estaba, no sólo dentro de mí, sino en dependencia absoluta del correcto funcionamiento de los procesos naturales de mi cuerpo. El funcionamiento prodigioso y cronometrado de la conjunción de mis órganos. ¿Cómo podría enfrentar algo que nunca había imaginado? Lo único que me quedaba claro en ese momento es que yo tenía que esforzarme: pensar en mantenerlo vivo, pensar en nutrirme para que estuviera bien, pensar en no deprimirme, no llorar, no dejarle saber a nadie, menos a mí misma, de ningún modo, que tenía dudas y miedo. El miedo se contagia. El miedo es algo negativo. No puedes pensar cosas negativas. ¡Debes ser feliz! Y lo era, casi tanto como se puede cuando la felicidad aprendida tiene una escisión tan dura que sólo está determinada por la puntualidad trágica de que miraré algo, en cierto momento, que tenga la marca de la fatalidad. La felicidad aprendida a posteriori: darte cuenta de que cuando todo ha pasado, estabas dentro.

Sin embargo, yo lo amaba, amaba y temía que creciera dentro de mí, pero no por él, sino porque me era imposible confiar en mi cuerpo, en la forma que tiene mi cuerpo de vivir. La primera vez que escuché su corazón se despertó en mí alguna especie de atavismo. Hasta ese momento tomé conciencia de la potencia de todo lo que sucedía dentro; de que todo caminaba hacia una realidad que se consumaría de un modo u otro. Casi todo el tiempo, y por una u otra razón, los médicos me decían que algo andaba mal y yo dormía, despertaba y me ocupaba en que él siguiera palpitando. La primera vez que se movió, creció en mí la obsesión de poner mi mano sobre el vientre cada que estaba preocupada; me decía, o quizá le decía, porque en mi entendimiento del proceso cerebral, si yo lo pensaba, él lo entendía, y muchas veces era como un golpe de suerte que sí pasara algo cuando nos hablaba: “muévete si estás bien” y lo hacía. Entonces sentía ese golpe, casi doloroso de tan arrobador, de magia; una magia más bien potente en el que todo estaría bien porque podía, porque había logrado comunicarme con él.

La segunda vez que oí su corazón, la potencia de sus latidos me transformó. En la bitácora de mis ansiedades me suscribí como alguien que había hecho las cosas bien, pero no pude sino conferirle a él todo el poder y todos los prodigios. Yo no había hecho sino lo posible por mantenerlo vivo y creciendo.

No quería nacer. Cuarenta semanas y no quería nacer. Yo estaba lista y confundida. Practicaba las respiraciones para que el parto no fuera una rasgadura de tejidos, sangre y dolor. La idea de una muerte fulminante, de un infarto imprevisto al momento de su nacimiento, me dejaba paralizada. Pensaba que, en todo caso, y con un egoísmo declarado, sería mejor que muriéramos los dos a que se quedara sin mí. Ése era uno de esos pensamientos tan funestos que nunca, ni en la maldición de los libros más abyectos, aparecen en la boca de un personaje que no sea deleznable; de un villano magnánimo que no puede llevar sino oscuridad a todos los lugares donde se aparezca.

Pero no. Al final se programó una cirugía. Él y yo, antes de eso, estábamos paralizados. Yo hablaba con él o me hablaba para que él lo entendiera y estúpidamente le decía: “No tengas miedo”, cuando también me lo decía a mí, pero era mentira. El miedo me saltaba en los poros como un sudor muy sutil, pero permanente.

Nació y comunicarnos fue más difícil. Alrededor había tantas formas de confundirnos; tantas voces sobre nosotros. Ser su madre nos ha colocado en una vitrina cerrada; ambos somos visibles desde cualquiera de sus ángulos. Están exhibidos el modo y la forma, pero nuestro universo es completamente ajeno a los demás. Emprender cualquier camino juntos dentro de ese aparador transparente fue y es un pretexto para encomiar ejemplos que no nos tocan.

No entendí sino hasta ahora el solipsismo, todo lo que existe es producto de la imaginación, de la concepción, del lenguaje, de las fórmulas que nos contamos desde que somos niños. Cildo no era (no es, acaso) para mí, sino una representación de mis fantasías. La nueva faceta de mi pánico.

Constantemente, en medio de la crianza, en medio de los días que pasamos en esta vitrina, ya separados, frente a sus maestras, nuestra familia, los amigos, etc., recuerdo ese libro de Armin Greder: La ciudad, esa historia oscura en la que una madre cree salvar a su hijo de vivir los suplicios de la guerra a través de su amor, pero lo único que logra es instruirlo en el miedo, y así es como el hijo aprende a entender -y a someter- al mundo y sus manifestaciones. Ella se lo enseña en lo cotidiano, en un espacio cerrado -cerrado como un cuerpo al que no puede entrar nada porque se arruina (o se transforma) el mecanismo que lo hace funcionar-: una casa aislada, nadie cerca para aprender del otro.

Lo que se ha introducido saldrá hasta que un proceso (con todo su tiempo y perfecciones) se cumpla. Este proceso, en La ciudad, está representado por la muerte de la madre, hecho que obliga al hijo a enfrentarse de lleno, y solo, con un mundo que no reconoce. Lo aprende… aprende a pelear contra los miedos que son los de la madre, a luchar contra las limitaciones de una mujer que lo quiso proteger tanto, que al final terminó por no mostrarle sino lo que ella sabía y no más.

Pienso en ese emperador que narra Borges, Shi Huang Ti, también, el hombre que quiso borrar la Historia para que ésta comenzara a partir de él, y aisló a un pueblo entero con una muralla para que nadie viera el exterior. La maternidad, en solitario o alejada de una comunidad, es un poco eso: mostrar a los hijos cada cosa que está dentro de una casa aislada en el bosque, cada vicisitud que surja dentro de una ciudad amurallada.

Pienso en Siddharta, el hombre que no conocía la muerte, la enfermedad, la vejez, el dolor. Y nace la impotencia. Siento la obligación, como madre, de emprender una búsqueda de la felicidad a mansalva: no llores frente a él, no lo descuides, no lo abandones, no lo ames tanto, no lo protejas, pero cuídalo, pero sé feliz, pero no lo lastimes, pero enséñalo a defenderse. Sé fuerte, sé firme, sé constante… Hazlo por él. Asegúrate de que no le falte nada, pero no lo descuides. ¿Aquí? ¿En esta ciudad? ¿En esta vitrina donde se han escrito la ignominia, los juicios, el destino de un niño que no tiene sino a su madre y que ésta no se tiene sino a ella para los días en que los árboles rugen, las noches son profundas y la vida es tan amenazante que hay que construir otras realidades para sortearla, pero ninguna de ésas es la que se necesita?

“No eres la única” quizá sea lo que más repiten alrededor. No soy la única, pero esa certeza, en la zozobra, es poco más que bizantina. Quizá por tropismo, quizá por desesperación -esa desesperación animal que desorbita los ojos y nace cuando el llanto es imparable-, me he vuelto tan salvaje que no veo más allá de la sobrevivencia.

La rabia es otro atavismo: el de la impotencia. Más profunda cuanto más se aleja de todas las posibilidades que puede tener una sola persona. El límite de esas posibilidades es el otro, y si eso es duro en la coincidencia del espacio, se magnifica cuando ese espacio es compartido, hasta en la memoria y la imaginación, con el poder que tienen quienes atienden para aprender. Acá viene otra fobia: la parálisis de repetir “ademanes inútiles”, gestos, palabras, esperanzas, vicios, errores supinos, establecidos ahí, en la memoria permanente de otro; en la historia de las ideas, en el imaginario de otro.

Muchas noches, después de que él se duerme, tengo la profunda sensación de eso que describe Bachelard, El Mar de las Tinieblas, el motivo poético de varios, en el que dice: “los marinos localizaron más su espanto que su experiencia y, por ello, está más allá de la imaginación, pues el miedo a esta oscuridad, a esta profundidad, a la incertidumbre está más allá de lo que el hombre puede saber que sucederá”. Así para mí ha sido ser madre en esta sociedad: una “realidad lo bastante atroz como para turbar el corazón y los espíritus”, pues aun en la oscuridad hay que enfrentar los acantilados atrozmente negros y desplomados para que él vaya a la escuela, aprenda, sea feliz en una cotidianidad en la que la premisa es ser mejor que todos los demás. ¿Cómo? ¿Cómo enseñar así a librar batallas?

 

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