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4 marzo, 2020  |  By Adriana G. Mendez In Blog, ¡Que hablen las madres!

Sisifa doméstica

1-Sisifa

Creo que todas las noches me repito lo mismo antes de apagar la última luz. Mi perra dormita abajo del sillón porque estoy emputada. Mi hijo no puede esconderse, aunque quisiera. No me recuerdo antes de estar aquí, en este lugar de tanta furia y tanto dolor.

Quisiera decir que en algún momento todo fue terso, pero no lo fue. Desde que él nació ha estado la preocupación constante de que nada de lo que haga es suficiente: si trabajo mucho, no estoy con él y el dinero no me alcanza, de todas maneras. Si no tengo trabajo, estar con él es un punto medio entre la felicidad y la agonía; entre la miseria y el “¿qué chingados voy a hacer para pagar la renta?”.  Aprendió a ir al baño, a caminar, a hablar, entre las hojas de los libros y su mamá sentada frente a la computadora durante los días y las madrugadas. Amamantarlo nunca fue como en ninguna foto que hubiera visto antes. Yo era una mujer cansada, con una chichi de fuera, afinando la vista mientras escribía o marcaba páginas con una sola mano; la otra estaba ocupada, mi chichi también, para que se pudiera dormir.

No recuerdo el gozo de haber tenido un compañero cuando, mientras lavaba y el hijo estaba pegado a mi espalda dentro del rebozo, le cantaba algo al tiempo que pensaba “¿qué chingados voy a hacer si no me pagan este mes?”. Nunca se me ha dado el favor de ser cínica o sinvergüenza, todos los favores que me hacían me resultaban moralmente muy costosos. Recuerdo la generosidad de mi suegra en ese tiempo: una mujer que sabía lo que era tener que pasar por eso y por tantos otros “esos” más. La generosidad, sin embargo, no le alcanzó cuando su hijo me quitó al mío, me golpeó y me dejó tirada una madrugada en una avenida del Estado de México. Tampoco les alcanzó a sus hermanos: solidarios hasta la ignominia con todos quienes no representaran algo adverso para su familia, ¿pero no era yo su familia? ¿No era mi hijo el nieto esperado, el más amado de los sobrinos por ser del hijo menor? No, nunca lo fuimos.

Ni en los puntos más difíciles, cuando vendí mis zapatos, mi ropa, mis libros, para comer, un solo día fui a su casa a pedirles que ejercieran su labor solidaria con nosotros. ¿Debí? No pude, y, más allá, no quise: ¿qué podía esperar de una familia que era capaz de vernos con tanta indiferencia? “Orgullosa”, diría mi madre. “Tienes que aprender a hacerlo sola”, dirían otros. ¿Sola? Sola es lo que he hecho siempre; sola es mi oficio. No está mal. Tampoco he estado desolada, pero habría sido menos difícil con un abrazo chingón y constante. No quiero dejar de añorar eso.

Vivir sólo con mi hijo cuando toda la gente a la que estábamos acostumbrados se hizo a un lado fue todo un suceso para los dos. No sabíamos cómo estar. Liminal y sin saber cómo seguir, finqué una casa y un refugio; a pesar de todo, no fue suficiente: las maestras, la familia, los vecinos, hasta la gente que me encontraba en la calle tenían que decirme y decirle algo al respecto de cómo vivíamos. Yo sólo sonreía, porque además, se me da ser amable, aunque mi jeta diga que ojalá todos desaparecieran, o nosotros pudiéramos hacerlo en ese momento.

Ahora me veo al pinche espejo. Se duerme y se acaba todo. Otra vez no terminé el trabajo, estoy agotada, no logré que terminara las tres horas de tarea y tampoco que la casa se viera mejor. Ni siquiera tengo calzones limpios, otra vez.

¿Cómo preparo comida nutritiva? El cáncer me acecha o los infartos. Si me muero, ¿qué hará él cuando me vea? ¿Sabrá abrir la puerta, llamarle a alguien? ¿Sobrevivir? ¿Cuánto tiempo pasará mi cadáver ahí junto a él? ¿Con quién va a vivir? ¿Cómo crecerá? ¿Lograrán entender los demás esas sutilezas, esos códigos que hemos creado cuando estamos tristes o preocupados y nos animamos mutuamente, a veces sin éxito? Es la desolación. No pasará, pienso. Nada de lo que pienso pasará.

Me relajo. Otro cigarro. “Puta madre, si yo ya no fumaba”. El “mamá, te vas a morir; te va a dar cáncer”, hace que me duela el estómago.

Quiero coger, olvidarme de todo, pero más bien quiero compañía, quiero sentir el placer de que alguien está para mí en medio de este abismo al que me asomo. Pero no. ¿Cómo iba ese poema? “En mis ojos sin nadie…” puts.. pienso en eso pero traigo la de London Calling y el cronograma atrasado encima. Pensar en una sola cosa, ahorita –y tal vez desde las cuatro de la tarde—comienza a ser difícil. Ya no me alcanzó el día, de nuevo.

Cuando crezca quiero ser güey, y tener güevos. A veces me sorprendo añorando la vida de esos escritores aventureros (o así construyó su personaje la historia de la literatura) que lograron escribir de tal modo que a tantos nos interesara, aunque en realidad sólo hablaran de dos o tres cosas que les pasaron. Tenían talento. Seguro sus vidas eran anodinas pero eran magníficos observadores. A veces me descubro queriendo soñarme gambusino: mugroso, borracho, abriendo los ojos en una zanja y dándome cuenta de que nunca había visto tantas estrellas, y luego volver a mi casa, tranquilo, a escribir.

“¿Cómo estuvo tu día?” Estoy agotada. Todas mis amigas, en todas las conversaciones a las 10 de la noche –a veces desde las seis–. Ya ni me consuelan los mensajes casuales de quien amo. Es una presencia virtual que me abrazaba porque antes era persistente; era algo que estaba en mi cabeza, listo para decirme que la vida sería mejor, pero ahora no está eso. “¿Qué a poco piensas que un güey te va a salvar de tu vida?”, me dice un amigo generosamente seco. No lo pienso, pero es un bálsamo; un pinche placebo.

“No hago nada bien”, me digo. Las maestras, mis libros, los tiempos, la vida profesional ¿cuál?, el proyecto que no he acabado, mi perro sin bañar, la ropa sin lavar, los trastes sucios, el cansancio… No hago nada bien y sin embargo, persisto: me baño, lo baño. Intentamos sonreír. Leer en la noche, abrazarlo, colmarlo de amor. Agradecer. Otro día. Correr, volver, trabajar, trabajar, apagar la luz y antes de que se vaya la última, dejar correr por mi cabeza el reproche:  la casa es un pinche desmadre.

¿Qué esperanzas hay? Consigo un trabajo, con más responsabilidades, más horas lejos de mi hijo. Supóngase que logramos tener una vida mejor, ¿de qué manera? Nunca voy a vivir en Polanco. O tendría que gastar lo que gano en atender a mi hijo: alguien que lave, cocine, limpie, permanentemente. ¿Un compañero? ¿Cómo tendría que ser? Si no es por el hijo de quien no se quieren/ pueden/ intentan acompañar en su proceso, es porque yo soy “difícil”. Difícil en el modo loca; difícil en el modo demasiado dolor que soportar.

Bueno, compañía. A veces extraño la casa de mi madre. La funcionalidad de estar por el mero hecho de hacerlo. Reírnos de tonterías. Extraño la escuela, de cierta forma absurda porque tenía la posibilidad de encontrarme diario con aquéllos que también me compartían su vida, pero entonces no sé qué tanto resistirían mis problemas domésticos, mi amparo en las cosas simples como ver el piso trapeado antes de dormir; mi soledad desmedida y la compañía constante de un niño que  duerme abrazado a mí. Ya no sería, para nada, lo mismo. Ya no hay esperanza. Y yo siento vergüenza de ese otrora espíritu salvaje que en estos días siente una profunda satisfacción cuando ve a su hijo reír.

Compañía; hay de las buenas y otras de las malas, como a veces me siento para él: “La ansiedad no se hereda, se enseña”. ¿Eso le enseño? ¿Además de ser ansioso, será inseguro, tendrá dolor y apego por personas que no lo quieren? Qué jodido. Transformarme. Aquí está el switch. Modo pedagogo del tipo Ortega y Gasset. Pero que no soy güey. ¿Será condena o maldición? Qué jodido.

La casa limpia no arregla nada. Ni hacer en tiempo, en la forma; ni desvivirme para considerar que en algún momento se premiará mi esfuerzo. ¿Lo hará? Llevo más de 12 años trabajando y no sucede. Pienso que soy yo quien tiene algo mal. Algo mal, de plano. Algo está mal. Soy demasiado simple o demasiado compleja. ¿Creer en el karma? ¿Pues qué? ¿A poco haber leído a Alfonso X no deriva en un poquito de Coelho? Qué la chingada, puros güeyes. Poco a poco: agua tibia en las mañanas, ejercicio, meditación, paz, trastes, ropa… hijo, tarea, trabajo. ¿Cuándo me voy a ver chida? ¿Cuándo vendrá la paz de los comerciales en los que una mamá está con el hijo en una casa impecable, sólo jugando y viéndolo crecer? Sin preocupaciones aparentes, todos hermosos, delgados, nutridos. Me desagrada Instagram. Me parece un instrumento de la sevicia. En él se cifra el poder de los comerciales con tanta gente real. Una vez vi la vida de una tipa que tenía una isla. Una isla. Estaba embarazada y hacía yoga frente al mar. Al fondo había un atardecer irreal. Sentí un hueco en el estómago. ¿Cómo podía yo vivir esa paz; esa plenitud que me vendieron los comerciales? No había modo. Yo iba a un hospital en el que me escatimaron el servicio y muchos días de mi embarazo comí relativamente mal porque no tenía dinero. Ella, además, era perfecta: delgada, aria, rica…

No hay un poco a poco. Todo es o será ya. ¿Cómo llegará el después? Espero que conmigo como sea, pero que me alcance el tiempo para que a él le sigan maravillando las cosas simples, para que yo tenga tiempo de acompañarlo en sus construcciones de lo sagrado y en la esperanza del amor. Quiero acompañarlo sin tener que estar peleando tanto con todo, en todo momento. Una pinche isla, la meditación, pintarme el pelo, el piso limpio, la casa impecable, el sillón nuevo, el trabajo estable, coger (bueno, coger sí quiero, aunque en realidad lo que quiero es sentirme contenida. Amada como yo amo), podrá esperar.

Imagen de Armin Greder en La ciudad.

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